La historia secreta de la guerra química
A pesar de todos los horrores de la Primera Guerra Mundial, durante el período de entreguerras las potencias europeas seguían apegadas, oficialmente, a una idea que para nosotros hoy sería muy anticuada, la de que en todo conflicto bélico había una serie de principios morales. Según los códigos de la época, la conducta de las partes en conflicto debía ajustarse a los límites morales propios de la civilización occidental. Así, por ejemplo, la guerra seguía considerándose como una cuestión entre hombres de ejércitos profesionales. En fecha tan tardía como 1938 el primer ministro británico Chamberlain todavía declaraba por primera vez que el bombardeo sobre objetivos civiles era ilícito. El problema era que la tecnología estaba dejando atrás estos valores morales heredados. El avance más importante en este campo fue la invención de los bombarderos de largo alcance, capaces de infligir inmensos daños al enemigo. Con el estallido de la Segunda Guerra Mundial los viejos principios morales fueron enterrados inmediatamente, y los dos bandos empezaron a desarrollar una guerra de desgaste dirigida sobre todo a la población civil de las ciudades, como lo atestiguan los bombardeos de Londres, Dresde o Würzburg.
Pero ya antes de la guerra total de 1939-1945 todas las potencias coloniales habían dejado clara la diferencia entre el trato que debía darse a los otros europeos y el trato a los indígenas que se opusieran a su avance. Los principios bélicos que podían aplicarse al enemigo colonial eran diferentes porque se trataba de pueblos aún no "civilizados del todo". Por eso, además de los bombardeos sobre poblaciones civiles en diversos puntos de África y de Oriente Medio, las potencias coloniales recurrieron a la guerra química, dirigida no ya sólo contra los soldados, como se había hecho en la Primera Guerra Mundial, sino también contra ancianos, mujeres y niños que vivían en las zonas más rebeldes de los territorios que se deseaba colonizar.
Los valores militares de España en cuanto al comportamiento que había que seguir en una guerra se habían visto profundamente minados por las guerras coloniales de Cuba y Filipinas, entre 1895 y 1898. Además de las batallas, el ejército colonial español recurrió a la guerra económica para agotar al enemigo. En Cuba se había recluido a la población civil en campos de concentración muy mal abastecidos, y los soldados españoles tuvieron mano libre para quemar cultivos, plantaciones y aldeas, y matar a todo el que se les pusiera por delante. El salvajismo de su respuesta a la lucha por la independencia de los súbditos de sus antiguas colonias se justificaba como una medida temporal teniendo en cuenta las excepcionales condiciones de la guerra colonial y la barbarie del enemigo. Pero, por supuesto, éste no fue uno de los peores casos de brutalidad colonial, como el exterminio masivo practicado por el Ejército alemán en África Suroccidental entre 1904 y 1907. [1]
Del mismo modo, la guerra de Marruecos estuvo marcada por el recurso a métodos cada vez más brutales de combate y de represión militar, espoleado por dos acontecimientos definitivos: el Desastre de 1909 y, sobre todo, el Desastre de Annual de 1921. Como vimos en el capítulo 2, ya en 1912 los oficiales coloniales tenían la precaución de no mencionar nada sobre la creciente brutalidad de sus métodos. Se tenía la acertada impresión de que la opinión pública de España rechazaría una práctica habitual como la de decapitar a los prisioneros. Ante el relativo fracaso de la estrategia de los "progresistas", que preferían intentar ganarse a las tribus mediante sobornos y con muestras de respeto hacia las autoridades locales, en 1919 se impuso el discurso militarista, según el cual el avance de la civilización sólo sería posible una vez derrotado el enemigo, y había que conseguirlo del modo que fuera.
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Pero ya antes de la guerra total de 1939-1945 todas las potencias coloniales habían dejado clara la diferencia entre el trato que debía darse a los otros europeos y el trato a los indígenas que se opusieran a su avance. Los principios bélicos que podían aplicarse al enemigo colonial eran diferentes porque se trataba de pueblos aún no "civilizados del todo". Por eso, además de los bombardeos sobre poblaciones civiles en diversos puntos de África y de Oriente Medio, las potencias coloniales recurrieron a la guerra química, dirigida no ya sólo contra los soldados, como se había hecho en la Primera Guerra Mundial, sino también contra ancianos, mujeres y niños que vivían en las zonas más rebeldes de los territorios que se deseaba colonizar.
Los valores militares de España en cuanto al comportamiento que había que seguir en una guerra se habían visto profundamente minados por las guerras coloniales de Cuba y Filipinas, entre 1895 y 1898. Además de las batallas, el ejército colonial español recurrió a la guerra económica para agotar al enemigo. En Cuba se había recluido a la población civil en campos de concentración muy mal abastecidos, y los soldados españoles tuvieron mano libre para quemar cultivos, plantaciones y aldeas, y matar a todo el que se les pusiera por delante. El salvajismo de su respuesta a la lucha por la independencia de los súbditos de sus antiguas colonias se justificaba como una medida temporal teniendo en cuenta las excepcionales condiciones de la guerra colonial y la barbarie del enemigo. Pero, por supuesto, éste no fue uno de los peores casos de brutalidad colonial, como el exterminio masivo practicado por el Ejército alemán en África Suroccidental entre 1904 y 1907. [1]
Del mismo modo, la guerra de Marruecos estuvo marcada por el recurso a métodos cada vez más brutales de combate y de represión militar, espoleado por dos acontecimientos definitivos: el Desastre de 1909 y, sobre todo, el Desastre de Annual de 1921. Como vimos en el capítulo 2, ya en 1912 los oficiales coloniales tenían la precaución de no mencionar nada sobre la creciente brutalidad de sus métodos. Se tenía la acertada impresión de que la opinión pública de España rechazaría una práctica habitual como la de decapitar a los prisioneros. Ante el relativo fracaso de la estrategia de los "progresistas", que preferían intentar ganarse a las tribus mediante sobornos y con muestras de respeto hacia las autoridades locales, en 1919 se impuso el discurso militarista, según el cual el avance de la civilización sólo sería posible una vez derrotado el enemigo, y había que conseguirlo del modo que fuera.
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Balfour, The End, capítulo 1; Vandervort, Wars, pp. 196-202.